Ecuador / Lunes, 29 Septiembre 2025

Voces en una casa: a la busca de las putas asesinas

Dolores Ortiz, una de las actrices que interpreta a la mujer en Putas Asesinas. Foto: Cortesía.
Diálogo

“Acá algo va a salir muy mal”, piensas. Quizá lo dices en voz alta, porque alguien, detrás tuyo, ha cerrado la puerta de entrada —como asintiendo— a una casa llena de cachivaches, donde una voz resuena contra las paredes.

 

La función debe continuar, la función continúa en la casa Moujou (calles Italia y Vancouver), un espacio que se activa día a día para teatro y más expresiones artísticas.

 

La casa, de hecho, es un personaje más en esta arriesgada propuesta que los colectivos Mitómanas y Moujou han puesto en escena. Putas asesinas, el cuento de Roberto Bolaño, fue adaptado al teatro, exitosa y perturbadoramente, por Gabriela Ponce, quien dirige la obra y cuya voz es la primera en responder a los cuestionamientos de este diálogo. Luego, paulatinamente, se fueron sumando otras voces, las de otros miembros de los colectivos —María José Terán, Israel López, María Josefina Viteri, Dolores Ortiz, Pamela Jijón, David Franck, Daniel Bitrán y Mauricio Proaño. Sus voces estarán consignadas en el texto con sus iniciales, para guía del lector.

 

He aquí, al interior de esta casa, entrañable y fantasmagórica, las voces detrás de las putas asesinas.

 

                         ***

 

A Gabriela: ¿Por qué escogiste Putas asesinas, precisamente, texto que por su título podría ser el más predecible?

 

Algunas razones. La primera lectura del texto despertó en mí algo, encontré que este tenía cierta dramaticidad, encontré voces dramáticas poderosas que me llevaron a imágenes teatrales. Estoy haciendo teatro hace algún tiempo, así que tengo esta costumbre de leer, incluso narrativa, desde una perspectiva dramática, de imágenes. Cuando leí el texto —me atrae mucho la literatura de Bolaño— me pareció que tenía potencial dramático. Y como colectivo estamos interesados en explorar ciertas fronteras del teatro, trabajos en los que buscamos hasta dónde alcanza la teatralidad, en relación con la plástica y con la narrativa; cómo los textos pueden dialogar con el teatro, y me pareció que este era un texto idóneo para tal fin.

 

En el cuento hay una mujer, pero en su propuesta teatral hay dos mujeres, dos voces que aparecen, ¿qué te llevó a desdoblar a esta primera mujer?

 

De algún modo, la intencionalidad fundamental es hablar sobre una problemática que no atañe solo a una mujer, sino que todo este asunto que tiene que ver con el mundo afectivo femenino —el trauma, la herida—, y que marca a ese ser. De plano me habría encantado que hubiera muchas putas asesinas, pero con las dos actrices logramos crear esa intencionalidad de que estamos hablando no solo de una mujer, sino de una problemática amplia. Y en términos prácticos, somos un colectivo, ellas dos son actrices, así que nos pareció interesante explorar esos alcances.

 

En el texto de Bolaño, nunca queda claro cuál es la motivación de esta mujer. Cuando dirigiste a estas dos actrices, ¿cuál fue la motivación de ellas?

 

Es una construcción a nivel actoral que se fue generando en la investigación. Por un lado está este tema de que el amor puede ser muy arbitrario: no es una elección racional, hay una pulsión que nos lleva a un encuentro amoroso que no entendemos bien a partir de qué se construye; investigamos en ese acto que es de ver y ya, sentirse atraído en un acto pulsional. Cada actriz construyó sus propias motivaciones, en función de sus historias personales, en función de cómo trabajamos, de cuestiones que ellas van justificando.

 

Nos interesaba mucho mantener la ambigüedad de este texto, y mantener la ambigüedad en esto de si lo mata o no (al personaje masculino).

 

A todos: En una entrevista Bolaño dijo que este era un cuento “feminista y violento”. ¿Es para ustedes así?

 

(Risas)

 

G. P.: Creo que está en el límite. Plantea una cuestión compleja: cómo en una relación hombre-mujer, un vínculo erótico, se plasman los traumas compartidos y la enferma constitución que tenemos sobre el amor. No sé entonces si será muy feminista.

 

P. J.: Quizá nuestra adaptación no tanto. (Risas).

 

Con respecto al vestuario que usaron, se nota que los dos personajes femeninos están un poco ‘de atar’. Lo de los patines es un poco perturbador (en la representación). Estas mujeres demostraban que eran más locas que putas. ¿Son asesinas, realmente, entonces?

 

M. J. V.: Se maneja todo en ese vértice: es y no es. Ellas están en un grado de locura, de desbalance. Obvio que no están cuerdas, por lo que están haciendo, y donde están habitando, los elementos que usan… Esto de los patines no es un elemento estable, es un asunto que muestra a un personaje que no aterriza, que está en el aire. A nivel de actuación, tuve que trabajar a un personaje que nunca llega o nunca se va, como en un juego. Yo lo planteé así. La psiquis también es de esta forma, por ejemplo, esto de la palabra ‘puta’, que juega con lo erótico y otras cosas…

 

G. P.: Creo que no abordamos tanto el trabajo desde la puta o asesina. Trabajamos más desde lo que es ser mujer, de lo que se construye a través de esos paradigmas: ser puta, ser virgen, ser Barbie… estas feminidades a través de las cuales nos formamos. Por ahí fue nuestra exploración: cómo se construye ese sentido del amor y de la mujer. El desequilibrio fue algo que nos fue transmitido por el texto: más que de la puta nos agarramos de esta psiquis desequilibrada, lo que también usaron la Majo y el Shali (Israel) a través del vestuario y en la casa.

 

M. J. T.: Los patines son amigas: Jenny y Kelly. En el vestuario lo que hice fue reciclar las muñecas que tenía en mi casa, pero acá también había algunas, aunque no existía un sitio donde estuviera presente una Barbie dentro de la obra, entonces cogí mis muñecas y empecé a cortar manos, a sacar cabezas (risas)… Le comencé a añadir elementos al vestuario…

 

¿La casa es un personaje más en esta propuesta?

 

G. P.: Nosotros nos encontramos con esta casa, lo que marcó nuestra investigación. A través del Shali llegamos a esta casa, que era de su familia y que estaba repleta de cosas. Nos pareció fascinante lo que nos abría como universo de exploración, ya era un personaje, pues era una casa familiar de los años setenta y ochenta, que se cerró con todo adentro. Todo lo que tú ves aquí, los mapas, las televisiones, estaba aquí, y entonces fue un dejar que la casa hablara, fusionándose con el texto de Bolaño. Los personajes pasaron a ser parte de la casa.

 

Eso quiere decir que en un principio, cuando iniciaron su propuesta, la casa, el recorrido fantasmagórico por ella, no era parte de la obra…

 

P. J.: ¡No! Queríamos hacer algo chiquito… (Risas).

 

G. P.: En nuestro anterior trabajo, Caída, hicimos algo muy grande. Esta vez, queríamos hacer algo pequeño que nos permitiera movernos, ir a bares, a otros sitios, que las putas asaltaran la ciudad (risas), pero llegó esta casa y nos conquistó. Dijimos: arriesguémonos. La relación con el público es de hecho riesgosa. Cada función es diferente de acuerdo a la gente que viene y eso es un algo que a todos nos desafía.

 

M. J. V.: La casa nos sugirió que aquí habitaba antes algo que se quedó. Yo siempre pienso a través del personaje, y me pareció que ella podía construir su espacio aquí, vivir aquí, quedarse estancada aquí, al igual que la mujer de la historia, en medio de algo que no se solucionó…

 

Vuelvo al vestuario, que es impresionante, y que no es el mismo que exhibe el personaje en el libro —jeans, camiseta, súper sexy. ¿De dónde sale esta idea de los vestidos que usan las actrices?

 

M. J. T.: Son vestidos de niñas. La propuesta fue cambiando un montón. Hicimos una prueba con los vestidos, que funcionaban con la casa, y con ellas, un poco locas. Se diferencian por elementos sutiles. Una tiene un carácter de espera, de casa, de novia; la otra sale a buscar a su ‘cena’.

 

G. P.: Más que crear estereotipos —la doméstica, la que se queda en casa—, nos interesaba complejizar esos discursos, pero sí fueron surgiendo en los ensayos estas figuras: la que se queda metida en sí misma y la que sale a buscar algo.

 

A María Josefina: ¿qué matiz o rostro sacaste a la luz con este personaje?

 

¡Qué difícil! Se te da la posibilidad de entrar en la dualidad, de todos, en realidad. Es muy normal la dualidad en el ser humano, esas personalidades que cargamos: estamos pasivos, luego ansiosos. En el territorio de este personaje se manifiesta esta dualidad. Son diferentes sentimientos que se activan, y eso, como actriz, lo encuentro riquísimo, porque puedo ir por todos los matices del personaje, sin que se establezca uno más que otro.

 

¿Hay algo aquí de Las Bacantes? ¿Algo de canibalismo en esta interpretación?

 

(Risas, todos señalan a Pamela, quien ríe, a su vez).

 

G. P.: Bueno, son maravillosos los sentidos que una obra despierta. Pero sí hay algo de destrucción, de esta pulsión de exceso…

 

M. J. V.: Animal…

 

G. P.: Sí, en ese sentido, la exploración fue por ahí, encontrar esa perversidad en ellas (las actrices), en el amor y en la conquista… En los primeros ensayos nos planteábamos que el amor es siempre un acto de asesinato. (Risas). Siempre estamos en la lucha de quién mata a quién.

 

P. J.: Corporalmente, en algún momento llegaron a ser súper animales los movimientos que ellas encontraban en sus improvisaciones. Cuando la Jose cruza la ventana es como un mono, la Dolo exhibe algo de tigresa… Pero luego tú (a María Josefina) te comes el muñeco… (Como si recordara una escena, ríe, turbada). Todos son gestos que manejan una cierta perversidad.

 

G. P.: Algo que nos pasó con la casa fue que la arquitectura empezó a imponerse y a ser una fuente de teatralidad y búsqueda. La ventana me trajo a la memoria los cuadros de este pintor…

 

P. J.: …Edward Hopper…

 

G. P.: Sí, las mujeres esperando, lo que significa la espera en la mujer, lo que significa la espera en el amor. Toda la noción de la espera. Hay toda una construcción alrededor de esta mujer que espera y que vive esa paradoja, que va hacia la ventana y regresa. Queríamos buscar una teatralidad paralela al texto, un discurso de acciones autónomo. Una de esas fuentes es esperar.

 

¿Alguna reacción adversa entre los asistentes?

 

(Risas)

 

M. J. V.: Hay gente que se sienta un rato, que necesita pensar.

 

P. J.: Eso depende también de las personas. Nosotros estamos metidos en la cabina, solo escuchamos por retorno de audio…

 

G. P.: Tenemos que manejar las luces y el audio, estamos a oscuras…

 

P. J.: …y solo escuchando podemos sentir el nivel de tensión que existe en la casa, que no solo viene de las actrices, sino también del público. Salimos de la cabina, y vemos sus caras…

 

M. J. V.: Están tan cerca de la historia y de lo que le está pasando al autor que es inevitable que no empieces a sentir algo…

 

G. P.: Este era un riesgo que queríamos asumir como colectivo teatral: qué pasa cuando el público se mueve y está cerca de la escena. Hemos tenido público súper invasivo que quiere abrir puertas, entrar a la cabina, ver qué pasa… El público empieza a actuar como un solo cuerpo…

 

P. J.: Alguien dijo: “Lo que más me tranquilizó de la obra es que nos movíamos todos juntitos…”.

 

Esta es una propuesta arriesgada, ¿piensan implementarla para otra obra?

 

(Silencio. Se miran. Se ríen).

 

I. L.: Todavía no salimos del primer proyecto. Pero la idea es que la casa siga reciclándose, no solo en cuestión de objetos, sino en energías. Que la casa siga siendo activa, da mucho para hacer…

 

G. P.: Hay otro piso que estamos adecuando y hay estas propuestas de microteatro… Todo eso puede ser pensado.

 

P. J.: Nosotros siempre hemos pensado en que la casa es la que sostiene la obra. Hoy justamente, uno de mis colegas, que es francés, me dijo que por qué no mandábamos la propuesta de la obra para Aviñón, y como ahí se hace el teatro en casa… podríamos montarla. Primero dije: ‘De una’, pero en el fondo sabes que esta es la casa. Se ha hecho una especie de apego al lugar.

 

¿Cuánto tiempo han empleado en este montaje?

 

G. P.: Desde agosto. Nosotros ya teníamos la idea de la adaptación y aplicamos a los fondos SECU y cuando nos aprobaron apareció la casa… Cuando nos dieron los fondos, hace un mes, pues ya empezamos…

 

¿Ha habido accidentes durante la representación?

 

G. P.: Accidentes hay todas las noches. Pero eso es lo maravilloso del teatro, que está vivo, y que puedes ver qué es lo que puedes hacer con el accidente.

 

Dada la coyuntura que vivimos por el debate sobre la palabra ‘puta’, ¿han tenido ustedes problemas?

 

P. J.: No podemos hacer publicidad, ni siquiera abrir una cuenta en redes con ese nombre...

 

G. P.: La gente en general no sabe si reírse o hacerse la loca cuando escuchan el título de la obra.

 

A Dolores: una pregunta que ya le hice a María Josefina, ¿qué cara de la puta asesina exhibes tú con tu personaje?

 

He tratado de que no sea una sola cara, para que no se vuelva un estereotipo, sino tratar de encontrar facetas. Me he encontrado con muchas cosas mías, eh… (risas, murmullos). Muchas cosas de mi infancia, decisiones, mis relaciones con los hombres, me he encontrado con algunos de ellos en las funciones… Siento que una tiene un archivo y a medida que vas explorando se van destapando cosas, y al fin y al cabo es una visión de la mujer, un rol femenino —no a esos niveles salvajes—, pero sí que puede llenarse de experiencias, de esos hombres que hemos matado metafóricamente para seguir adelante.

 

Eso sí, hay una faceta infantil, una rebelde, una desesperada, de mujer sola, esa mujer sola, ilusionada, que cree que un hombre puede hacerla feliz, que puede cambiar su vida. Que el sueño del príncipe azul existe.

 

                           ***

 

Algo podría haber salido muy mal, pero no: las voces se desvanecen, la puerta de la casa se abre. Afuera, la noche, el frío de la ciudad.

 

Queda un espacio lleno de ecos, televisores antiguos, sillones desvencijados, miembros de muñecas desperdigados por el suelo. Todos son restos de un bacanal que huele a tristeza, a ansiedad, a espera, siempre.

 

Las mujeres —putas, locas, asesinas, mujeres, más que nada— aguardan.