Un forastero permanente
Yo tenía 24 años, era noviembre de 2008 y esperaba a Pedro Lemebel en la terminal internacional del aeropuerto Mariscal Sucre. Tenía colgado del pecho un rotulito que decía “Feria Internacional del Libro de Quito”. El rotulito estaba lleno de colores: pequeños cuadros pintados de azul, de amarillo, de rojo, que formaban un rectángulo más grande. Contaba con que no sería menos de medianoche y había pasado todo el día recogiendo pasajeros: Julio Villanueva Chang, Alejandro Zambra, Leila Guerriero. Hacia el final, cuando empezaba a salir la gente a cuentagotas, vi a Jovana Skármeta, la asistente de Lemebel, casi tropezándose y con una prisa que desentonaba con la pasarela en que se convierte la puerta de llegada de vuelos internacionales.
Jovana buscaba desesperadamente a alguien conocido, y como yo no tenía idea de quién era aquella mujer ojerosa, desencajada y de pelo enmarañado, me quedé en mi sitio, como si nada, con el rotulito puesto. A Jovana le seguía una mujer horrible, con unos zapatos que a ratos parecían botas de punk que patea cabezas y a ratos unas plataformas cabareteras. La mujer salía lenta, trastabillando. Tenía un pañuelo en la cabeza. Aquella ‘mujer’ era Pedro Lemebel.
Jovana me salvó de preguntarle al poeta la retahíla de lugares comunes que alguien borracho, cansado y con mal de altura no espera oír. “¿Cómo te llamai?”, me preguntó Jovana. Le di mi nombre. “Mira, una cosa te voy a pedir”, me dijo. “No le dei cocaína a Pedro por nada del mundo. Ha venido tomando güijqui, está muy nervioso. Si yo lo metí a la fuerza al avión; el hombre ya se quedaba en Shile”. Yo tenía 24 años y para entonces había visto polvo una vez en mi vida.
“Se pone malito Pedro cuando le dai cocaína, se pone loco”.
Intenté asentir y ocultar esa mezcla de emoción y pánico que me presagiaba la primera gran feria del libro que se organizaba en Quito y para la que había sido contratado como enlace de un par de escritores. En la práctica, yo era una especie de nana o chaperón, y esas eran las circunstancias que me correspondía solucionar.
En la furgoneta del hotel Lemebel me dirigió por primera vez la palabra. No recuerdo exactamente lo que me dijo, pero tuve que responderle que esa noche tenía pensado dormir en mi casa.
II
Habíamos quedado con Jovana en vernos a las 9 de la mañana en el lobby del hotel. Eran las diez y media y no aparecía. Media hora más tarde, después de haber despachado a la primera tanda de escritores al recinto de la feria, apareció Lemebel y luego Jovana, ambos estilados y sin maquillaje.
“Ay, qué bueno que te encuentro”, me dijo Jovana. “Vamos a necesitar esto y esto y esto para la presentación de Pedro”.
La lista era inverosímil porque aparte de dispositivos de audio y video se necesitaba ropa, zapatos, micrófonos adicionales. Las mesas de las ferias del libro tienen a lo sumo dos micrófonos, tres o cuatro sillas.
Guardé el papel y seguí a Lemebel, y empecé a referirle el plan de actividades que teníamos por delante: una entrevista, firma de libros, una cena. No pude terminar de hablar porque me interrumpió: “¿Dónde esta el baño?”, me dijo. La voz era nasal y delgada. Un toque desafinado de flauta de escuela.
No hice más intentos y me limité a dirigir a Lemebel y a Jovana al lugar donde se desayunaba. Luego no recuerdo si los perdí o si decidí que los iba a perder.
III
Lo que sí recuerdo bien es que para entonces había ya leído casi todo lo que podía encontrarse de Pedro Lemebel. No exagero al decir que con él comencé a leer de nuevo. No tanto por la crudeza de sus relatos, buena parte de ellos poblados por homosexuales pobres y tristes, por hombres ‘alocadas’ que se regalaban detallitos insignificantes, bisutería barata. Ahora me imagino que así habrá sido él cuando la fama aún no le llegaba y Harvard y Stanford aún no le invitaban. Maricas pobres y tristes como él eran sus personajes, cantando canciones malísimas de los años setenta, música que yo solo había escuchado en los taxis decadentes o en las oficinas con focos largos de neón blanco o en peluquerías que ya hacía tiempo habían perdido el poco decoro con que comenzaron.
Pero ni siquiera tanto eso: lo que a mí me revolvía de Lemebel es la fuerza de su escritura, una suerte de chirlazo contra toda convención que pedía orden y mesura. Lemebel no era barroco; era explosivo. El aluvión de adjetivos caía sin rigor ni gramática y parecía, de ese modo, inaugurar la violenta miseria de la vida gay en el Chile pinochetista.
He tratado de rastrear los años de militancia de Lemebel, y he encontrado más bien poco. Algo más que su famoso ‘Manifiesto (hablo por mi diferencia)’, en que yo releía y releía estos versos libres:
Mi hombría no la recibí del partido
Porque me rechazaron con risitas
Muchas veces
Mi hombría la aprendí participando
En la dura de esos años
Y se rieron de mi voz amariconada.
Pero poco importa. Porque la verdadera subversión de Lemebel se dio en su escritura: crónicas, una novela (este año sale otra) y poemas que disparaban contra los militares torturadores que luego iban a misa, y al mismo tiempo contra los correctos adalides de la oposición progresista, escandalizados de que un maricón barriobajero les viniera a recitar verso y medio.
IV
El comedor al que llegaban los escritores era el mejor laboratorio de la impostura literaria. Hay algo que no se pierden los letraheridos, y eso es el chisme: se oían por decenas. No se hacían extrañar las viejas sesentonas que usualmente lo atiborraban por las tardes. La comidilla uno de esos días fue la concesión de la Beca Guggenheim a Lemebel. Y su ausencia de días por la feria. Iré por pasos.
En 1999 Pedro Lemebel había sido galardonado con la Guggenheim. Esta beca es una suma de dinero que se entrega a un artista, que ofrece, a su vez, concluir con ella alguna obra que tiene en mente. Al parecer Lemebel, después de ser galardonado, no la había hecho o no la había publicado; tengo en mente a un escritor venezolano, con esa sorna y mala leche, reírse a bocajarro de la sinvergüencería. Los demás celebraban la anécdota y, simultáneamente, me compadecían porque el escritor no aparecía desde hacía al menos un día y medio, y su presentación se acercaba. “Te tocó con la peor”, me decían. Y recordaban anécdotas de otras ferias en otros países donde igualmente habían estado con Lemebel y este había propiciado escándalos, se había ido por allí con algún muchacho o no había dado la cara en algún conversatorio. Lemebel como un permanente forastero que no termina de aprender las (pocas) reglas que rigen en un encuentro literario. Lemebel como un muchacho desaforado, como una reina drogada y pobre y estafadora.
Para entonces yo había suspendido la búsqueda del arsenal de requerimientos para la presentación en el auditorio del antiguo Hospital Espejo. Hice lo que pude con un par de luces, micrófonos adicionales y con unas chalinas que robé de la casa de mis padres. La última vez que había visto a Lemebel en los alrededores de la feria él conversaba con un poeta ecuatoriano que había llegado con una rosa y un pequeñísimo florero de vidrio. Lemebel no vio el presente y me lo extendió para que se lo guardara. Pocos minutos después se me rompió y decidí echar todo a la basura.
V
Media hora antes de la presentación apareció Lemebel, sobrio y ‘vestida’ de gala, ordenándome que pusiera un disco y que lo dejara sonar hasta el final. Y esto sí que lo recuerdo: un auditorio repleto, con gente echada en el piso, y ver entrar a Lemebel como una mujer vieja que todavía no ha aprendido a andar con garbo sobre tacos de doce centímetros. Recuerdo una tonada lastimera, una de esas canciones que entonaban sus personajes que eran él o se le parecían demasiado, y al mismo tiempo, un set de imágenes de barrios populares en Santiago, barrios donde, según él mismo, se crió y se enamoró de los obreros y otros maricas de clóset. Recuerdo que pensé que el recorrido de la cámara por esas calles pudo haber sido hecho con un dolly, o bien desde la ventana de un auto, un trípode fijado en una ventana abierta. Recuerdo el calor de horno, recuerdo a la gente sonándose la nariz, llorando callada. Recuerdo que a Pedro Lemebel le costaba releer ciertos pasajes de su infancia, especialmente cuando evocaba a su madre y a las flores que terminaron en el mármol de su tumba de un cementerio popular. Recuerdo que advertí el sentido del desorden previo, y la política y la rebelión de esas palabras destripadas. Recuerdo que esto también pasó en el año 2013, cuando Lemebel llegó al Ecuador por última vez y montó un número similar, pero esta vez no recitaba porque el cáncer de laringe había hecho que su voz sosa y nasal desapareciera y en su lugar le había obligado, cada vez que quería hablar, a colocarse una especie de vaso de metal en el cuello que le hacía sonar como si fuera KIT, el protagonista de El auto fantástico. Pedro Lemebel era un cyborg, un robot amanerado: la conquista GLBTI en la futurología. Y parecía una reina decadente, allí, una vez terminado el acto, con un ramo de flores que le habían entregado, cansado de mirar a la gente que le aplaudía de pie.
VI
No fui a dejar a Pedro Lemebel al aeropuerto porque la furgoneta del hotel se encargó de hacerlo. Pasé menos tiempo con él de lo previsto, tal vez porque volvió a perderse y porque no asistió a una fiesta que tuvimos todos en una salsoteca quiteña, donde sí que hubo mucha cocaína y muchísimas bromas pesadas aunque otras tantas inteligentes, como la que me contó un autor mexicano, que comparaba a Pérez Reverte con el peor Élmer Mendoza cuando le daba por escribir novelas de narcos.
No recuerdo cuándo en esos días fue, pero mientras esperábamos el transporte que nos llevaba a la feria, Lemebel me contó de los encuentros que había tenido con un Roberto Bolaño muy enfermo, ya débil, tanto en Chile como fuera de su país. Estábamos sentados en un sofá que absorbía casi todo el volumen de nuestros cuerpos. Jovana se había ido y Lemebel me decía que lo extrañaba, menos por el tremendo favor que le hizo al presentarlo al mundo editorial español que por la sinceridad y el desaplomo con que lo llamaba, conversaba o se quejaba de otros escritores. Quizá yo lo extrañe a él por eso mismo, de hoy en adelante, aunque no me haya hecho favor alguno, hasta ahora.