Ecuador / Lunes, 29 Septiembre 2025

Sonidos y aromas en San Roque (Galería)

Convivencia

Hasta hace ocho años, para mí San Roque era un espacio vetado; mi mapa del centro de la ciudad terminaba en la plaza de San Francisco.

 

En mi memoria no guardo recuerdos de haber caminado por las calles de San Roque, un barrio al que todos le temían, no por la rebeldía de su gente que se narraba en los libros de historia o porque ahí estaban ‘los mejores puñetes’ de Quito, sino porque los discursos mediáticos y oficiales —asociándolo con el mercado de San Roque y El Penal— se habían encargado de estigmatizarlo, atribuyéndole las características de peligroso, sucio, caótico, desordenado, un espacio que se habían tomado “los indios y la gente de malvivir”. Sabía, solamente, por los relatos familiares que alguna vez me contó mi abuela materna, que mi bisabuelo tuvo una bodega de papas en la calle Rocafuerte, cuando el mercado San Francisco aún funcionaba en la actual plaza de Santa Clara y la dinámica comercial del barrio se mostraba en una gran diversidad de despensas, bodegas, almacenes, ventas ambulantes y rodeadores que circulaban en el sector de la Cuenca y Rocafuerte. En los relatos familiares se decía también que mi tío abuelo solía ir a ofrecer sus servicios de ‘reparador de rocolas’ en las cantinas de San Roque.


Una de las puertas de entrada al barrio es la plaza de San Francisco. Con frecuencia, iba de niña con mis padres a la iglesia que ahí se levanta y que lleva el mismo nombre. Recuerdo que nos recibían decenas de comerciantes; algunos se ubicaban en los alrededores de la plaza en puestos fijos, otros deambulaban.

Puedo imaginar ahora que entre los lustrabotas que buscaban clientes estaba don Luis Suárez, uno de los motores de la Sociedad de Betuneros de Pichincha. Don Luchito trabaja limpiando zapatos en San Francisco desde 1969, cuando la betuneada valía entre dos y cuatro reales y la gente usaba “zapatos de verdad, no zapatos de queso” —dice don Luchito, refiriéndose al calzado deportivo—. Cuenta que hasta la década de los noventa, “limpiar zapatos era negocio”. Había doce betuneros que se ubicaban desde la esquina de la Cuenca y Bolívar hasta el atrio. “Nos removieron de ahí en el tiempo que Jamil fue Alcalde de Quito. Nos movieron de ahí y nos tenían de un lado al otro, de un lado al otro, porque no nos daban sitio”.

Como cientos de comerciantes del sector, desde los noventa, los lustrabotas han vivido procesos constantes de reubicación, negociación y reordenamiento. Ahora quedan apenas cuatro, ordenados en sillas uniformes en la calle Bolívar, frente a la Casa Gangotena; uno de ellos es don Luis Suárez. “¡Qué dice, licenciada!”, me saluda afectuoso cada vez que paso a su lado.

Ir a la iglesia de San Francisco era ante todo un acto de fe. Mi papá me ponía unos cuantos sucres en la mano y me mandaba a comprar una velita para alguna de las imágenes religiosas que alberga el templo franciscano. En la década de los ochenta aún era posible encender velas de entre uno y cinco sucres (el costo, y por ende el tamaño, me parece que se relacionaban con la magnitud del favor que se pedía). El relato de la conversación del patrimonio no se había interiorizado aún en los fieles y visitantes; expresar la devoción, en un ejercicio de ritualidad, era lo fundamental. Junto a las velas encendidas y los favores solicitados escritos en las paredes, en grandes pedazos de tela aterciopelada, la gente colocaba los milagros o detentes con un imperdible y una foto del devoto. Estas pequeñas figuritas de plomo o plata representan partes del cuerpo enfermas: el brazo, la pierna, el pulmón, el corazón, que buscan alivio o cura a alguna dolencia. La vela, la estampita, el milagro, el escapulario se compraban en el atrio de la iglesia. Alguna vez el cronista Alfonso Ortiz me contó que las comerciantes de artículos religiosos llegaron a ser sesenta. Tras la aplicación de planes de reordenamiento del comercio informal, desde hace más de quince años, las actuales comerciantes (quedan diez en promedio) ocupan el costado izquierdo de los bajos de la iglesia de San Francisco, donde antes funcionaban los baños públicos de la plaza.

Debo mi gratitud por haber atravesado esta puerta de entrada a San Roque a las coincidencias laborales, al trabajo colectivo con mis compañeros y amigos de Gescultura, a los conocimientos y colaboraciones que hemos ido entretejiendo con un listado inmenso de creadores, mediadores, académicos y sobre todo a los vecinos y vecinas con quienes he podido sentarme a conversar y compartir a lo largo de estos años; algunos de ellos han tenido que dejar el barrio, otros han fallecido.

Ahora San Roque ya no es ni de lejos un espacio vetado; creo que lo es cada vez menos: sobre San Roque están los ojos de las nuevas intervenciones urbanas que iniciaron con la salida del ex-Penal, y con ellos, la mirada de investigadores, de los propios vecinos y comerciantes, de artistas, de instituciones. De la vida cotidiana de este barrio, no me interesa la búsqueda incesante de ‘los últimos oficios’ patrimonializables. Me interesa la vida misma, las prácticas que se recrean y transforman, aquellas que se reproducen y se anulan, y también las que se olvidan.

Comencé a caminar por San Roque hace ocho años. De mis primeros recorridos por la Cuenca, por el tramo que va de la Bolívar a la Rocafuerte, guardo la imagen de los almacenes de juguetes e implementos para fiestas; son las bodegas de plásticos y de chucherías a las que acuden compradores y comerciantes minoristas de toda la ciudad. Veo el colorido del papel de seda de las piñatas que cuelgan de las entradas de estos almacenes; oigo la música nacional del ayer y de hoy que se promociona en los almacenes de los Hermanos García.

A diferencia del recuerdo generalizado, mi memoria olfativa no evoca el olor a canela, clavo, pimienta dulce y otras especies que se comercian en esta calle; pienso en el olor al caldo de huagra singa que durante más de veinte años Inés Valladares vendió en un local frente a la Casa del Alabado. Los clientes de este sustancioso caldo de cabeza de res eran sobre todo los madrugadores que, antes de ir a misa o a trabajar, pasaban por el local tomándose un plato de caldo.

Doña Inés Valladares es una de las comerciantes que dependía del flujo que generó el mercado de San Francisco hasta 1996, cuando este se ubicaba en la plaza de Santa Clara. En este año, las comerciantes fueron trasladadas a su espacio actual de las calles Rocafuerte y Chimborazo. Cuentan que de la plaza no se fueron todas; algunas, previniendo el declive de sus negocios, rentaron locales en los alrededores de Santa Clara, donde hasta ahora algunas de ellas expenden carnes, quesos y lácteos, plantas y hierbas medicinales, ofrecen el servicio de limpias y curaciones y venden productos esotéricos.

El proyecto de traslado del mercado de San Francisco incluyó también el ‘robo’ —como afirman algunas de las antiguas comerciantes— de la estructura del Palacio de Cristal que actualmente forma parte del Centro Cultural Itchimbía.

De 480 vendedoras, aproximadamente, hoy quedan un poco más de cien. La pérdida de flujos, consecuencia de las intervenciones urbanas, sumada a otros factores, ha generado una considerable disminución en las ventas. Cada vez son más los puestos vacíos en el mercado; y vacía está también la plaza de Santa Clara rehabilitada, inaugurada hace tres años, tras la demolición de un parqueadero que abastecía al sector.

Actualmente, el mercado San Francisco atraviesa un proceso de remodelación: en su parte frontal se ubicarán negocios privados que desplazarán a la parte posterior al patio de comidas.

Las comerciantes del mercado San Francisco son devotas de la Virgen Dolorosa; mientras que en el mercado de San Roque se venera especialmente al Jesús del Gran Poder y a la Virgen del Quinche. San Roque, a pesar de ser el santo patrono del barrio, no tiene devotos y pocos moradores y comerciantes lo conocen. Quizás una de las imágenes más populares en el sector es la Virgen de La Borradora, que reposa en la Iglesia de San Roque, templo ubicado junto al mercado de San Francisco. Se cuenta que la devoción del barrio por la Virgen comenzó en los años treinta, cuando al derrocar la casa de la antigua cárcel de la Real Audiencia de Quito y construir el edificio del Correo, trasladaron la imagen pintada en uno de sus muros a la iglesia de San Roque.

El primer milagro de La Borradora ocurrió en 1612 cuando fue asesinado en Quito ‘un tal Martínez’. Se logró apresar al supuesto culpable, quien fue condenado a la pena capital. Encerrado en la cárcel de los condenados a muerte, ubicada en la Benalcázar, el apresado se encomendó a la Virgen del Rosario, cuya imagen se veneraba en la capilla de dicha cárcel. En vísperas de la ejecución del supuesto asesino, al momento de leer la sentencia, esta “se borró misteriosamente por tres ocasiones”. Así, el enjuiciado fue declarado inocente, y el milagro fue atribuido a la Virgen, desde entonces llamada ‘Borradora’.

Si hablamos de santos, vírgenes y devociones, San Roque es reconocido también por la confección y comercialización de ajuares y vestimenta para imágenes religiosas —muy pocos de ellos bordados aún a mano, muchos más con máquinas o trabajados con apliques y otros materiales sintéticos—; se venden además cabelleras artificiales y de pelo de natural para la Virgen, potencias de plata u otro metal, zapatos, sombreros y ropa interior para el Niño. Edgar Freire, cronista sanroqueño, recuerda que su bisabuela, costurera y tejedora de blusas indígenas, que realizaba trabajos a mano, tenía una tienda en el sector de Santa Clara, donde se vendían blusas, faldones y otras prendas de mujer. Al parecer, dice Freire, varias de las tiendas de ajuares sacros del sector se iniciaron como negocios de confección de prendas de vestir para mujer; así lo confirman algunas de las actuales propietarias de estos negocios.

Como complementos a las tiendas de ajuares, en San Roque es posible encontrar locales donde se puede restaurar imágenes religiosas y también los clientes pueden “restaurarse la piel y curarse las heridas”; para esta tarea se usa la técnica del encarnado, que además de la combinación de colores para otorgar el color perfecto de la piel o ‘carne’, los artesanos continúan empleando, como en la Escuela Quiteña, vejiga de borrego para dar brillo al resultado.

Poco es lo que hasta aquí he podido relatar; sin embargo, no quiero cerrar este artículo sin decir que en San Roque también compro películas piratas, costales de fibra plástica y natural, utensilios de madera y de metal para la cocina, entre tantas otras cosas…

Si bien el mundo del mercado es una de las características históricas y sociales fundamentales de este espacio de la ciudad, creo que también habría que regresar a mirar a aquellas otras prácticas simbólicas surgidas, por ejemplo, de colectivos de jóvenes quiteños, hijos de migrantes en su mayoría indígenas, que se han apropiado del espacio, por ejemplo, desde el hip hop o la danza contemporánea atravesada por la ancestral.

Y finalmente, en la actual coyuntura política, mirar con atención los proyectos de intervención del Ex-penal y el mercado de San Roque, para lo que harían falta otras tantas páginas de debate.