Ecuador / Lunes, 29 Septiembre 2025

Queda el mar

*

 

Silencio. O casi.

 

En la calle, los automóviles dejan escuchar sus motores, los pájaros, la gente. En fin, la vida que discurre fuera de cuatro paredes, fuera del ámbito privado de ella, la mujer. El tiempo pasa, el corazón de la mujer palpita al ritmo de un reloj. Palpita a través de la piel.

 

Silencio. O casi.

 

Hay música de fondo, boleros, voces. La televisión, insolente, resuena. La respiración de la mujer, poco a poco, va regularizándose. Amanece. Los días se siguen unos a otros, la mujer cumple con sus labores cotidianas, con paciencia y precisión, a solas y en silencio, a excepción del momento de las oraciones.

 

Acaso Dios necesite de la voz de los humanos para prestar atención, sí, a sus ruegos. Llega el sueño. Y entonces, comienza la ‘verdadera función’, comienza otra vida. El mar se acerca, el mar y su sonido, conjugado con música.

 

La mujer mira el mar.

 

 

***

 

Hay silencio en la tierra de los sueños. Una mujer, a solas, recorre el hilo de sus días sin palabras. Sueña. Despierta. Sueña. Y esa es su vida.

 

Esta es la propuesta del primer largometraje de Tito Molina.

 

El filme, que ha representado a Ecuador en varios festivales internacionales, como los de Turín, Hamburgo y Guadalajara (en este último obtuvo una mención de honor), está en la lista de obras preseleccionadas para competir por el Óscar 2015 a mejor película extranjera, así como candidata a los Premios Goya.

 

¿Tiene méritos para estos premios una película ecuatoriana? Los tiene, y de sobra. Desde la elaboración del guion, columna vertebral de un filme, hasta la posproducción, Silencio en la tierra de los sueños es una película que puede resumirse en dos palabras: bien hecha. Sin embargo, pobre sería reducir una producción de semejante calidad a una frase. Hay más por decir, esto solo es un inicio.

 

La fotografía del filme es lo que más destaca, un juego de espacios, de escenarios íntimos por donde transita la mujer. En una película donde el silencio se torna en una atmósfera, hace las veces de un personaje más, posiblemente, la imagen debe ser tratada con exactitud para que el interés del espectador no decaiga, para que se quede suspendido del tenue hilo narrativo que se le ofrece. Por supuesto, el juego con la fotografía es fundamental, jugar con los escenarios, con la luz que traspasa esos mismos espacios, para que el paso de la realidad al sueño se convierta en un viaje leve, casi imperceptible.

 

El manejo del sonido es otro aspecto importante en la película, pues nos permite situarnos, alternativamente, en el sueño y en la realidad. El sonido, el canto de un gallo, nos permite atisbar el umbral entre el sueño y la vigilia. El silencio es un personaje, casi, un antagonista o, mejor dicho, un acompañante de la protagonista, esta viuda pausada pero constante en sus actos, paciente, que se desarrolla en un mutismo absoluto. Cosa extraña en estos tiempos acelerados, la mujer no habla consigo misma, no piensa en voz alta, no refunfuña, no conversa siquiera con el perro callejero que llega en algún momento a acompañarla.

 

 

La mujer es sensible a su entorno, se nota esto en su expresión, en su media sonrisa ante una imagen graciosa, en la mirada que transmite su acto de evocación frente a una ventana que le muestra a un grupo de músicos galantes. Boleros, música ambiental, los sonidos de la calle, el canto del gallo son sonidos que hacen más patente el silencio de la anciana, que conforman para este una corte, un séquito respetuoso que le da más relevancia en la historia. El sonido del mar, por supuesto, siempre será otra cosa, algo más allá…

 

En la vida de esta mujer nada extraordinario o estridente sucede. Su cotidianidad, sencilla, sincera, se convierte en un cuadro bello pues la mujer imprime en cada acto la meticulosidad que da la satisfacción de la obra bien hecha. La mujer realiza cada acto con amor hacia sí misma, hacia su existencia. Luego, cuando el perro llama su atención y ella lo invita a quedarse en su casa —en silencio, claro— la mujer realiza sus labores con algo más de gusto, aunque no haya una palabra para demostrarlo, ni siquiera un gesto grandilocuente, solo una sonrisa a medias. El interés queda demostrado en la mirada inquisitiva que busca al perro a través de la ventana. Es refrescante, por decir lo menos, encontrarse con un personaje cuya sencillez conmueva al espectador por sí mismo, sin los artilugios de la desnudez y sin estar ligado a los motivos más que recurrentes en nuestro cine, como la delincuencia, la drogadicción o la rebeldía.

 

Hay una mujer, un perro y el silencio. Basta y sobra. Ah, y el mar…

 

En una entrevista anterior, Tito Molina decía que en su obra hay marcados dos tiempos gracias al uso de la música: el bolero, las canciones que la mujer escucha a través de su ventana y en la radio, es un elemento que propicia la evocación de otras épocas, quizá de aquella en que la mujer no vivía sola, es una música diegética; en cambio, la música clásica, aquellas melodías que aparecen cuando la mujer sueña, sobre todo cuando visualiza el mar, pretende conformar un espacio fuera del tiempo, extradiegético, pues los sueños no pueden inscribirse en una línea de tiempo determinada.

 

Los sueños suceden, nada más.

 

Y para soñar no es necesario recurrir al lenguaje, a las palabras. Se puede soñar en silencio, acariciar en silencio, aunque sea esta una caricia tosca, pueril, sobre el pelaje de un perro callejero que apareció por destino o casualidad, depende del mensaje que cada quien quiera ver en su arribo. Llegó como en un sueño, sin palabras de invitación, y camina junto a la mujer.

 

Quizá también mira el mar.

 

 

***

 

El mar, la mar.

 

Su sonido, ese eco permanente del oleaje es el que se deja oír en la ciudad costera, la que destila humedad, una tierra fantástica que existe en la realidad y en los sueños. El sonido del mar es el que acompaña a la mujer y al perro.

 

No se produce conflicto entre el sonido del mar y la música de Debussy. No hay un choque entre el sonido del mar y el leve chirrido de las cañas que ceden bajo el peso de un cuerpo, el sonido del mar acompaña los ladridos de los perros alimentados por los pescadores, el mar, el mar se extiende hacia el infinito, y por eso es posible soñar con él.

 

La mujer se levanta y mira por la ventana. El perro se levanta y mira por la ventana. Ambos, en el sueño o quizá en la realidad, se quedan suspendidos de los boleros que escuchan en el ambiente, la música nace en mitad del silencio.

 

Ambos pueden desvanecerse, entonces, dejando de lado cualquier angustia, los sonidos de la calle, la soledad, porque después de todo, aquello no es más que un sueño dentro de otro sueño, en el que solo queda el silencio.

 

Silencio. O casi.

 

Siempre queda el mar.