Ecuador / Lunes, 29 Septiembre 2025

 Entonces, por primera vez, tenía la sensación de hablar por mí mismo y por la época.

Stefan Zweig

 

Las tragedias personales pueden aparecer como el último esbozo de civilización antes de la barbarie. Estas tragedias tienen rostro, cadencias y posiciones; a veces tienen cierta gracia, o son como un espectro que da vueltas. Wes Anderson tantea en su obra la idea del fantasma –si nos dejamos llevar por los discípulos de Freud– como esa representación que cada uno hace de sí mismo en su propia historia. Y es evidente que al hablar del cine de Anderson el pasado es el mejor tiempo de todos: ahí habitan esos espíritus buenos. En The Grand Budapest Hotel este paseo por la memoria tiene un nombre y apellido: Stefan Zweig.

Anderson vuelve de lleno a las tragedias personales de un ser excepcional, terreno que no había vuelto a transitar desde The Life Aquatic with Steve Zissou. Lo hace a través de una ficticia nación europea, Zubrowka, y de un reconocido escritor (interpretado por Tom Wilkinson) quien, en su juventud (un Jude Law contenido), conoció a alguien que le contó su historia y esta le sirvió de germen para la gran obra por la que será reconocido siempre en su país. The Grand Budapest Hotel es un filme de paréntesis dentro de paréntesis, porque encontrar civilización es un ejercicio de ir hacia lo más profundo.

Monsieur Gustave (no existe manera de adjetivar la maravillosa interpretación que hace Ralph Fiennes y ser justos) es el conserje del prestigioso hotel y banderea una particular y encantadora manera de ver el mundo. El cautivador Gustave disfruta de la cercanía y del contacto amoroso y sexual con las clientas más ancianas del hotel y eso lo coloca en una posición de poder y de conflicto: cuando muere una de ellas, Madame Céline Villeneuve Desgoffe und Taxis, más conocida como Madame D. (una Tilda Swinton escondida bajo capas de arrugas prostéticas), él descubre que le ha dejado el valioso cuadro Niño con manzana. El heredero de la casa D. (Adrien Brody como villano de caricatura) hará todo lo posible para recuperar eso que considera suyo.

Con eso en mente, todos los temas recurrentes en el “cine Anderson” aparecen: el contacto personal interrumpido, las cosas inevitables que involucra vivir, la necesidad como germen de actos heroicos, la comprensión de la maldad como una acción vil, propia de gente vil, la nobleza de hacer lo correcto. Como siempre, en la obra del director de The Royal Tenembaums existe cierto aire a fábula. A nivel audiovisual las cosas también siguen el mismo camino. Estamos nuevamente ante la estética de los colores vivos, de la simetría, de los movimientos de cámara como pasos de baile, el uso del stop motion, las evidentes maquetas, la elegancia de las posiciones de los actores dan al encuadre un aire de cartoon –recurso que ya exploró en Moonrise Kingdom– y la música como elemento narrador. A diferencia del resto de la filmografía del director, The Grand Budapest Hotel no tiene ni una sola canción pop de los 60’s en su banda sonora, dejando que Alexander Desplat sea el único responsable de los acordes y melodías.

Pero lo que sobresale esta vez de forma contundente es que a través de la lectura y reinterpretación de la obra de Zwieg, Anderson llega a una madurez como realizador y contador de historias regalándonos quizás su mejor película. Esta vez, el responsable de Rushmore nos maravilla, nos hace saltar de nuestros asientos, nos ofrece escenas que tardamos en procesar y nos lanza la tristeza al rostro sin mostrárnosla de manera explícita. El humor discreto y sorpresivo sigue estando ahí pero, esta vez, el realizador, quien siempre está con un pie en el pasado, se acepta como tal y nos habla de una civilización europea perdida poco antes del horror de la guerra. Hay solidaridad, comprensión del horror y afecto en los lugares y momentos más impensables. Y eso va a desaparecer, lo sabemos. Cuando el interlocutor llora contando su historia, no hay más que asumir que todo ese tiempo pasado fue mejor y que el dolor de lo que ya no está es una constante y punto. Solo quedan las ruinas y las ruinas son fantasmas.

No se puede ser más hipster que Wes Anderson, quien lee a Zweig cuando no es cool hacerlo. Y es gracias a él que ahora muchos leeremos la obra de este austríaco que se suicidó en Río de Janeiro. Tal como lo haría un buen personaje de Wes Anderson.