Ecuador / Lunes, 29 Septiembre 2025

Notas de viaje

El caminante sobre un mar de nubes, Caspar David Friedrich.
Espacios

I

El viaje es lo contrario de la experiencia turística. El turismo atrapa en sus garras la historia, el paisaje, las costumbres y aun a las personas que habitan en los lugares donde irrumpe y las vuelve una postal, un cromo, una viñeta. Todo lo que no entra en esa tarjeta queda fuera. El viaje, al contrario, es una travesía de la mirada. Si bien todo cambia en el sitio con nuestra llegada, esa transformación no se la imponemos al lugar: es una modificación interior. Las cosas, desde la perspectiva de ese personaje momentáneo que es al fin y al cabo el viajero, cambian porque las vemos con nuevos ojos, es nuestro equipaje de sensaciones el que les da un nuevo color, un nuevo olor, una nueva piel, y, esas recién descubiertas cualidades, también nos convierten a nosotros, flamantes peregrinos, en alguien distinto, y así, ante ese renovado cuadro. Pero a la vez, el cambio del entorno nos impone de manera imperceptible una nueva manera de relacionarnos con el otro: con nuestras parejas, con nuestras familias, con nuestros amigos, y hasta con nosotros mismos; lo hacemos a través de nuevas máscaras, o de algunas que ya se van derrumbando en el trayecto. Nos fuerza de cierta manera a buscar un inédito sitio donde ocultarnos o exhibirnos, a encontrar una ubicación en este extraño planisferio sentimental. Si tenemos la suficiente sutileza en nuestra mirada la nueva realidad puede ser descifrada, entendida, y el lugar ya no será algo descrito en papel cuché, será una nueva guía de viaje. 

                             

II

El viaje tiene una contradictora relación con el movimiento, su esencia es el traslado de un sitio hacia otro: ante nosotros se desliza un paisaje fugaz, manchado de color, de indefinidas formas, según la velocidad o la altura vemos personas o líneas irreconocibles o confusamente genéricas. Vemos todo apoltronados en una butaca, en un asiento, nuestro cuerpo simplemente reposa. Cuando sentimos el movimiento nos sentimos cómodos, deseosos de que no termine, se apodera de nosotros una tentación de lo movible, despreciamos en ese instante lo permanente, lo establecido, quisiéramos decir que no hay sosiego, que nada se arraiga. Pero a la vez el viaje es inmovilidad, pues nuestro cuerpo está en un lugar específico, pequeño, por un tiempo determinado, rotundo; y es esa inmovilidad la que incomoda a muchos, porque es una inmovilidad silenciosa, quieta. Así, por las ventanillas, junto con la luz penetran las ideas y también la confusión, y es cuando recurrimos a herramientas con que acallar la quietud: las pantallas parlanchinas, los teléfonos con sus interminables juegos y sonoros mensajes, o la atronadora música que sale de nuestros parlantes y audífonos. Pero de algún modo, a pesar de los intentos de acallar el silencio, se cuelan en nuestra cabeza determinadas ideas lúgubres, funestas o inquietantes, eso explicaría los rostros que descienden del avión o del autobús: perplejos, asustados, agotados, no es el cansancio lo que los angustia, es la desesperación que acompaña a la confianza. 

                             

III

El viaje es libertad, placer, no funciona como una vía de escape, como un camino de huida. La senda del peregrino nos debería llevar a encontrarnos con vientos ligeros, limpios, portátiles, no aires cargados de pesares, fijos e incrustados en nuestras almas. No debemos cargarle los fardos del pasado o del presente pues lo estaríamos convirtiendo en un vertedero de penas. Creemos, a veces, que con cambiar de latitudes los dolores, los miedos, las angustias desaparecerán, cuando la realidad es que todos esos sentimientos no se alojan en otra geografía que en nuestro propio corazón. Aun cuando nos empalaguemos de visiones —contrariando la esencia de liviandad y sencillez del viaje— las dudas vuelven una vez terminado el empacho; su presencia sigue afianzada en nuestro recuerdo. Aquello de lo que queremos escapar seguirá recostando su cabeza sobre nosotros desde el asiento de al lado, tomándonos suave, pero firmemente de la mano, como la tomaría una amante a la que queremos abandonar y ya intuye nuestra resolución.

El viaje tiene una secreta actitud didáctica, nos enseña a vivir, no a escapar, por lo mismo, debe ser visto como una posibilidad no como una respuesta. Puede ser sanador mas no es la cura.

                               

IV

El viaje tiene como esencia la fugacidad. Los nuevos lugares se desgastan rápidamente, el paisaje, poco a poco, se vuelve conocido: los colores de las calles, los aromas, los sonidos vecinales. La costumbre está siempre al acecho: los caminos antes desconocidos y tentadores de la contingencia se van tornando familiares, los pasos van adquiriendo memoria, nuestros ojos ya no se asombran. Cuando salimos por una puerta y miramos el camino, y sabemos sin la menor duda a dónde conduce, el viaje se puede dar por terminado. Pero tampoco podemos estar en un viaje permanente, forzar el deambular, ser caminantes eternos, nuevos caínes vagabundeando malditos por inhóspitas tierras. La errancia no es viajar, el errante a diferencia del viajero no tiene un sitio final donde reposar, donde retomar aliento, donde llegar. Si el viaje es descubrimiento para el errante solo es otro sitio más por el cual pasar, al cual olvidar, no busca aprendizaje en esos caminos busca cruzarlos lo más rápido posible, sin sentirlos y sin hacerse sentir. El viaje es un traslado sentimental, crea una sutil huella afectiva, pero, debido a su propia naturaleza, está condenado a terminar desde el momento mismo en que damos el primer paso fuera de nuestro hogar, pero es esta misma sentencia de fugacidad, de lo efímero, lo que le da verdad al viaje: no nos ata a una sola experiencia ni a ninguna tablilla de instrucciones forjada en piedra, nos recuerda que uno de los elementos de la vida es, simplemente, fluir.

                           

 V

Aún a riesgo de que ya nada de lo dejado en el hogar quede, de que las cosas que nos configuraron como los que fuimos hayan desaparecido, que las personas que amamos no estén o ya no nos distingan: hay que retornar. Aún a riesgo de dejar atrás, en el olvido, las cosas vividas en el viaje —lo aprendido, lo ganado, lo adquirido— hay que retornar. A pesar del temor al regreso, de la incertidumbre de no reconocernos en las calles entre la gente, de mirar un cielo que parece extraño, el dilatar nuestro viaje más allá de la íntima necesidad que lo motivó solo lo pervertiría. Interiormente sabemos que cada uno de nosotros tiene su Ítaca y, como modernos Ulises, sabemos que hay que volver, tal vez ya no encontremos a ninguna Penélope esperándonos con su tejido infinito; tal vez ya no exista un reino en cual sentirnos rey, pero estarán los aromas que nos recuerdan nuestra niñez, flotarán aún en las habitaciones las palabras de amor que alguna vez fueron dichas, y, seguramente, aún estará ahí la silla sobre la que meditamos el viaje del que estamos retornando, así que hay que cruzar el arco y entrar. Y cuando cerremos la conocida puerta de casa a nuestras espaldas, pensaremos, tal vez, que el viejo Lao-Tsé pudo haber tenido razón: Cuanto más lejos se va, menos se conoce. Y luego, volvemos a viajar…