La tercera cultura, entre razón e imaginación
La fusión entre arte, ciencia y tecnología no es una novedad en la Historia del Arte. La palabra techné, los griegos la utilizaban indistintamente para hablar de arte o de técnica. De las creaciones teatrales de aquellos surgió el famoso concepto de Deus ex Machina, este personaje, que cumplía la función de resolver el conflicto y ‘flotaba’ sobre el escenario gracias a andamios y poleas; una tecnología rudimentaria, pero tecnología al fin. Esta tendencia a la fusión continuó durante épocas posteriores y se volvió evidente, por ejemplo, durante el Renacimiento, con la obra de Leonardo da Vinci, en la que realmente los límites entre Ciencia y Arte quedaron desdibujados. Sin embargo, en el siglo XIX apareció una necesidad de especialización del conocimiento, a partir de la cual surgió la exigencia de separar las Humanidades de las Ciencias, y se instauró lo que el escritor y científico francés Charles Pierce Snow denomina dos culturas: la de la razón y la de la imaginación.
Lo que los racionalistas no previeron es que, a medida que la tecnología evolucionaba, más cercana se encontraba de la vida cotidiana y de las necesidades del hombre, entre ellas, la de expresarse a través del arte. Por ello, no sorprende que durante el siglo XX los futuristas se obsesionaran con captar el movimiento, Francis Picabia tomara como modelo de inspiración a la máquina para sus obras o que muchas creaciones de Dalí se encontraran influenciadas por estudios de física cuántica, solo por mencionar algunos casos.
Aparecen el video, el videoarte, la realidad virtual, el bioarte, la realidad ampliada y una serie de fenómenos en los que claramente se puede entender que, si bien cada saber tiene su especialización, no solo coexiste con los otros sino que logra integrarse para configurar lo que el mismo Snow define como “Tercera cultura”. Este concepto, que no se aplica solamente al arte sino a la vida en general, se encuentra en muchas de las manifestaciones del arte contemporáneo, especialmente en aquellas marcadas por una visión transversal del mundo, una representación de la espacialidad en que lo material y lo abstracto conviven, y una experiencia muy compleja del tiempo, en la cual lo virtual no se contrapone a lo real.
Hay una especie de recorrido, desde los noventa hasta la actualidad, en el cual la intersección entre el arte, la ciencia y la tecnología a escala global se vuelve muy explícita y permite que podamos hablar de obras muy distintas entre sí que, sin embargo, se encuentran ancladas a este motivo conductor. Una de ellas es el proyecto Interactive Plant Growing, de Christa Sommerer y Laurent Mignonneau. Este consiste en una serie de plantas, a las que los artistas adhirieron sensores de tacto para que funcionen como una interfaz. Cuando el espectador toca las plantas, dependiendo de la presión, la frecuencia y el movimiento, los sensores, que a su vez se encuentran conectados a una pantalla, se activan y permiten que en esta ‘crezcan’ plantas virtuales que pueden ser totalmente modeladas por el espectador. Así, varias caricias a las plantas, en diferentes intensidades y direcciones, permiten que construyamos nuestra propia selva.
Así como un clic nos da la capacidad de acceder a una red infinita de información en nuestra vida cotidiana, en Interactive Plant Growing el tacto nos permite elaborar un espacio que es virtual y real a la vez, sin límites de direccionalidad, cantidad o forma. La gran diferencia entre el clic y la interfaz propuesta por esta pareja de artistas es que, en el primer caso, el usuario tiene una actitud automatizada, pasiva y sistemática y, en el segundo, la exploración, la toma de conciencia del tacto y el rol activo son una condición sin la cual la obra no podría crearse.
Lo genial de la obra inmersiva de Sommerer y Mignonneau es que permite a cada miembro del público convertirse en artista y, a la vez, acceder simultáneamente a la obra de otros; con lo cual se establece una dinámica de producción y recepción simultánea, se desplaza la responsabilidad del diseño de la obra a quien decide participar de ella y se despierta una conciencia de los sentidos que en la vida cotidiana no experimentamos.
Muchas de las producciones artísticas contemporáneas tratan de experiencias espacio- temporales híbridas, que son construidas colectivamente tanto al momento de ‘confeccionarse’, ya que requieren del conocimiento y la participación de artistas, ingenieros, técnicos de programación y científicos; como a la hora de convertirse en obra per se, en la que participa el público presente y, en muchos casos, usuarios que pueden acceder a la misma a través de Internet. Este es el caso de Rara Avis, del brasilero Eduardo Kac, una obra en la que telepresencia y realidad virtual convergen.
Rara Avis es una enorme pajarera. Dentro de ella se encuentra un robot en forma de ave, cuyos ojos se corresponden con lo que un espectador mira a través de un casco de realidad virtual. Al colocárselo, el espectador puede verse a sí mismo desde la perspectiva del ave; puede ver a los otros que lo rodean y, además, comparte esta mirada con cientos de usuarios conectados a la red que observan lo mismo que él, simultáneamente. El punto clave de la superposición de realidades, espacios y temporalidades en esta obra tiene que ver con la puesta en crisis del concepto ontológico de ser, porque en Rara Avis el espectador-usuario es al mismo tiempo hombre, robot y animal; es múltiple, en la medida en que comparte el mismo espacio con cibernautas, y es único porque se vive la experiencia subjetivamente.
Sin embargo, no tenemos que ir tan lejos para encontrar estas propuestas artísticas propias de la Tercera Cultura. El 20 de febrero de este año se llevó a cabo en la plaza Borja Yerobi la onceava edición del Festival PechaKucha, un evento mundial sin fines de lucro en el cual han participado 700 ciudades y que en Quito se encuentra comandado por Pancho Mejía y Juan Pablo Guerrero.
El PechaKucha es un encuentro que genera “espacios poco convencionales de expresión informal donde todo el mundo puede exponer y donde todo el mundo tiene algo que contar”, dice Pancho. Esto se logra a partir de presentaciones de acuerdo al formato 20 x 20, que consiste en un expositor que sube a una plataforma y habla sobre un tema concreto, a partir de 20 diapositivas y 20 segundos para explicar cada una.
El PechaKucha Global Night de este año tuvo un componente especial: la conexión en directo entre lo que sucedía en Quito y Nueva York, de modo que los espectadores de ambas ciudades podían experimentar, simultáneamente, esa sensación de ubicuidad, característica de la vida contemporánea. Las presentaciones de Quito se intercalaron con las de Brooklyn y así, artistas locales como Andrés Caicedo, Colectivo El Torno y Gerardo Cilveti; e internacionales, como Eri Takane, Chris Romero y Marwan Al Samarae, pudieron compartir sus experiencias con un público virtual y otro presencial; fueron a la vez cuerpo e imagen y formaron parte de un vórtice en el cual el tiempo y el espacio chocan, se envuelven, juegan entre sí y nos dejan todo menos certezas.
Parecería entonces que los griegos tenían razón. Aristóteles decía que el arte no es la representación de lo real, sino de lo posible y, a partir del desarrollo de la realidad virtual, la inteligencia artificial y el arte digital interactivo, entre otros, esta definición parece tomar un cariz muy actual, a pesar de tener siglos de antigüedad. No todo es física ni todo es biología, no todo es sociología, no todo es antropología; pero cabe enlazar estas áreas y lograr lo que alguna vez pareció imposible.