Ecuador / Viernes, 14 Noviembre 2025

La memoria audiovisual, responsabilidad pública

A inicios de 2006, después de un largo proceso de reflexión y organización del incipiente sector de la realización cinematográfica, se logra que el Estado asuma que la situación del cine nacional le concierne y que el desarrollo del cine ecuatoriano es de interés público por razones diversas.

 

A partir de entonces, el Estado se dota de una legislación y de una institucionalidad que piensa realidades, concibe estrategias y administra recursos públicos para que el cine salga de la marginalidad, la informalidad y el amateurismo sobre los que se había construido. Se busca que el cine se constituya poco a poco en un sector vigoroso, profesional, incluyente y relacionado con el consumo cultural y el entretenimiento de la ciudadanía. Es decir, que el cine deje de ser una forma marginal o secundaria de expresión artística y se convierta en un sector de la economía de la cultura en una sociedad esencialmente variada.

 

Al año siguiente se instituye el Fondo de Fomento Cinematográfico que logra, con pocos recursos, que el cine local avance y, coincidiendo con dinámicas propias del sector, alcance una indudable diversificación y consolidación. Ha pasado casi una década desde entonces.

 

Es tiempo de hacer un balance de las políticas públicas, de la institucionalidad y la legislación vigentes, y replantearse objetivos acordes con una realidad que ha cambiado radicalmente.

 

El grueso de los recursos ha sido destinado al fomento directo de la producción. Es lógico que esa haya sido la opción, porque en ese momento se requería una inyección de recursos sin la cual no podían superarse la marginalidad e informalidad mencionadas.

 

Hoy tenemos unas dinámicas y un volumen de producción que eran casi impensables hace pocos años, pero también tenemos nuevos retos por delante. Hemos hablado bastante de mejorar la circulación del material cinematográfico, prioridad urgente en este momento para potenciar lo ya alcanzado. Sin embargo, se ha hablado menos de una necesidad imperiosa: la formación de público y la capacitación profesional dentro del sector.

 

En esta ocasión —Día Mundial del Patrimonio Audiovisual, que se celebra el 27 de octubre de cada año por decisión de las Naciones Unidas— hay que focalizarnos en un ámbito igualmente medular si se pretende que una política pública integral se encargue del desarrollo de nuestro cine: el patrimonio cinematográfico y audiovisual.

 

Cuando escuchamos hablar de patrimonio cinematográfico se nos vienen a la mente los experimentadores iniciales (Méliès y los Lumière, Vertov y Eisenstein, Griffith…), escenas en blanco y negro de grandes películas clásicas, una época dorada en la que Norteamérica recibió una fantástica camada de directores europeos o del cine que hace un mundo occidental traumatizado tratando de reponerse de la Segunda Guerra Mundial. Poco o nada de Latinoamérica, casi nunca una imagen hecha en Ecuador.

 

Para la producción cinematográfica, para el cine como arte y como industria, evidentemente esas imágenes son de un incalculable e imprescriptible valor patrimonial.

 

Sin embargo, para las sociedades, para la memoria colectiva y para la historia de la humanidad a partir del siglo XX, no son necesariamente los largometrajes las piezas más relevantes. Hay una multiplicidad de imágenes en todo formato, soporte, contenidos, origen y forma de producción que tienen igualmente un valor patrimonial importante. Registro de ceremonias oficiales, captaciones de actualidad, imágenes privadas de momentos familiares, filmaciones hechas en el marco de alguna investigación científica, tomas desechadas que nunca quedaron en el montaje terminado de una película, y que, sin embargo, con el tiempo, se convierten en testimonio irremplazable de cómo era nuestra vida.

 

Cuando uno piensa en el cine ecuatoriano evoca inmediatamente los últimos estrenos. Si se ahonda un poquito más, recordamos algunas películas anteriores, quizás las obras del director del más reciente estreno, o en unas películas que por alguna razón se relacionan con este. Si se hace una rápida encuesta entre la ciudadanía común y corriente, resultará que nuestras imágenes fundacionales son las de La Tigra, Ratas, ratones, rateros o Qué tan lejos.

 

Quizás se cometió un pecado cuando se instituyó la Ley de Fomento del Cine Nacional y se creó el Consejo Nacional de Cinematografía: se pensó —nos ocurre esto como sociedad en los más diversos ámbitos— que estábamos ‘fundando’ el cine nacional, que en ese momento empezaba todo. Nada más falso. Y aunque no hubiese existido cine antes de Jaime Cuesta o de Camilo Luzuriaga, sí existían imágenes registradas desde los primeros años del siglo XX en nuestro país.

 

El Estado se ha desentendido de la identificación, recuperación, restauración, conservación y puesta en valor de nuestro patrimonio audiovisual. La propia Cinemateca Nacional fue una iniciativa particular que debemos a la pasión y la dedicación de Ulises Estrella, a quien la Casa de la Cultura decidió acoger. Lo que se ha hecho con la obra de Rolf Blomberg se lo debemos a la perseverancia de la hija del maestro, Marcela, que construyó el Archivo Blomberg a pulso. Pero no todos los registros han tenido ‘buena suerte’: la producción de Antonio Tramontana quedó en tan malas condiciones que gran parte de ella está perdida de manera definitiva… Y qué decir de lo sucedido con el primer cineasta ecuatoriano, Augusto San Miguel, de cuya obra no queda ni un solo fotograma; solo tenemos constancia de sus estrenos en los periódicos de la época, y ya ni siquiera testigos de dichas proyecciones.

 

Uno toma conciencia del problema cuando busca imágenes de archivo, incluso de épocas o de sucesos bastante recientes para usarlas, por ejemplo, en la elaboración de una película documental. Pregunten a Manolo Sarmiento y a Lisandra Rivera cuánto les costó encontrar imágenes relativas a la muerte de Jaime Roldós. Tener que pedir a la televisión chilena registros del partido jugado entre las selecciones de Ecuador y Chile, durante el cual se anuncia por parlante la muerte del presidente y su comitiva antes de reanudar el juego, es síntoma de que algo anda mal.

 

Hay personajes y acontecimientos que no deben ser borrados de nuestra memoria y de los cuales existen pocos registros correctamente conservados, identificados y puestos a la disposición de la ciudadanía: la masacre de Aztra, el levantamiento indígena del año 90, personajes como Tránsito Amaguaña o Dolores Cacuango, el período negro de Febres Cordero, los conflictos con el Perú, las huelgas nacionales, Velasco Ibarra, Alfaro Vive Carajo (AVC), los terremotos, inundaciones, erupciones, desplazamientos, la emigración masiva, las caídas de Mahuad, Abdalá y Lucio, el feriado bancario, el notario Cabrera, etc. De la propia Asamblea de Montecristi hay que proteger, digitalizar y catalogar con urgencia el registro hecho por cineastas como José Yépez, que no puede ser el único responsable de la preservación de más de 300 horas registradas para su documental.

 

Han sido cineastas locales quienes, por el azar de sus intereses y sus trabajos frente a determinado material, lo han recuperado y puesto en evidencia. Gerardo Merino hizo lo suyo con el terremoto de Ambato; Pocho Álvarez, con los sobrevivientes de la masacre del 15 de noviembre del 22; Isabel Dávalos y Mauricio Samaniego, con imágenes de AVC; Mauricio Velasco, con la sociedad quiteña del siglo pasado, e incontables iniciativas individuales más.

 

La Cinemateca Nacional ha trabajado con escasísimos recursos y ha logrado resultados concretos muy valiosos. Se ha encargado de recibir archivos, custodiarlos, identificar otros acervos, conservarlos en una bóveda climatizada, es decir, en condiciones en las que la imagen cinematográfica se conserva por más tiempo con menor deterioro. Pero es insuficiente. En este momento existen técnicas capaces de almacenar digitalmente o en copias fílmicas nuevas imágenes patrimoniales para que se conserven mejor, puedan ser intervenidas, restauradas y puestas al servicio del ciudadano. Además, debe considerarse tarea impostergable la deslocalización de esos archivos para evitar riesgos reales.

 

 

Si la única copia de determinado archivo está en la matriz de la CCE y sucede algo —un terremoto, una erupción, un incendio… ojalá sea este solamente un exceso de la imaginación—, todo ese trabajo se perdería y, más grave aún, ese patrimonio no sería recuperable.

 

Hace casi un año, el CNCine adquirió un sistema de digitalización de imagen y sonido, con el cual se ha empezado a transferir desde diferentes formatos —fílmicos y videográficos— a discos duros imágenes irremplazables de nuestra historia. Fue una inversión grande para una institución modesta como el CNCine, pero pequeña para lo que significa su aporte. Una inversión que debería complementarse con los recursos necesarios para hacer una copia de esos discos duros y localizarlos en otra ciudad, por ejemplo Guayaquil, donde la mediateca de la Universidad de las Artes podría darles un uso muy interesante, además de garantizar que no exista una sola copia de dichos archivos.

 

Cuando hablamos de patrimonio nos referimos a algo que sentimos como propio, como parte de nuestra identidad, entonces siempre estamos en riesgo de caer en cierto chauvinismo. Pero el cine no se hace en un solo país, ni para un solo país.

 

Lo que hicieron extranjeros como Carlo Valenti, Carlos Crespi, Alberto Santana, los hermanos Acevedo o Jorge Ruiz, y cineastas foráneos como el sueco Rolf Blomberg, el boliviano Jorge Sanjinés o el argentino Jorge Prelorán, es parte de nuestra historia. Así también, lo que hicieron ecuatorianos en el exterior, como el escritor y cineasta Demetrio Aguilera Malta, el artista Solá Franco o el director contemporáneo Wilson Burbano, forman parte de nuestra memoria audiovisual. Se han identificado obras (pocas imágenes de las muy numerosas que deben existir) hechas por extranjeros en el Ecuador. En estos días tendremos la satisfacción de recibir la generosa donación que hace al Ecuador la cineasta documentalista belga Karine de Villers de las imágenes en 16 mm filmadas por su padre en 1965, cuando este, Cédric de Villers, trabajaba como cooperante en unas comunidades indígenas de Chimborazo.

 

No tiene sentido empezar una discusión burocrática sobre qué institución debe hacerse cargo de este patrimonio: el Estado ecuatoriano tiene el deber, frente a su ciudadanía de ahora y del futuro, de no dejar que esta parte de nuestra memoria se siga deteriorando, perdiendo o borrando. Sea a través de la legislación actual, gracias a unas necesarias reformas a la Ley de Fomento del Cine Nacional o en el marco de un Código Orgánico de Cultura, hace falta que se vea a nuestro patrimonio audiovisual como un todo complejo, valioso, que aporta a la economía y a la cultura ecuatorianas, que está en permanente proceso de desarrollo y cambio y que es un territorio donde se expresan las realidades, las luchas, los sueños, la diversidad y el imaginario de nuestra sociedad.