Ecuador / Lunes, 29 Septiembre 2025

Día de Difuntos en Sumpa

La mesa está servida en Sumpa con los platos para el Día de Difuntos. Foto: culturaypatrimonio.gob.ec

A medida que uno ingresa al país de los huancavilcas, sabe que va a afrontar otro universo. Pero nos alegra estar cerca —creemos— del punto que el mapa marca como La Delicia. Sin embargo, se nota aún lejos aquella saeta que forma la península de Santa Elena. Allí está el Manantial, equidistante, casi en el centro de una estrella de mar formada por esas cinco puntas que son San Rafael, Pechiche, El Real, Punta Chanduy y Chanduy. Atraviesa la zona el río Zapotal, y la flanquean tanto el estero Guangala hacia el sureste, como el río El Real hacia el noroeste.

Esta tierra, a la que llegó Francisco Pizarro entre 1527 y 1531, luce distinta. Es la formada por las hectáreas que configuran la parroquia Chanduy, la provincia número 24 que se constituyó hace miles de años en difusora de la alfarería en esta parte del continente, según las investigaciones arqueológicas. Si alguien espera ver a las mujeres con los cerquillos, bucles y tocados representados en las figurillas de las venus valdivianas, se llevará un fiasco estrellándose contra otra realidad. El barro cocido de las vasijas le da espacio ahora al plástico. Además, las piezas textiles bordadas en añosos telares por los pobladores de la región han cedido su lugar a desteñidas camisetas que hablan de campañas políticas de hace años.

Impresiona, eso sí, que se haya renovado el repertorio de la radio. A pesar de que ha permanecido invariable durante décadas —intercalando pasillos, boleros de los años sesenta y música disco setentera—; ahora se escucha a los nuevos exponentes de la bachata y de la balada. Durante el viaje un señor de recias manos y mirada chispeante ha hecho las veces de guía, y de cuando en cuando una recomendación suya le hace honores a la culinaria nacional. “Pruebe nomás, que de aquí no hay más hasta llegar”, sentencia, y todos, mudos, se miran hasta sentir la aprobación mutua en las prietas retinas ajenas. Los corviches, el maduro lampreado y los muchines demoraron más en ser adquiridos que consumidos.

Solamente durante el primer tramo el viaje se desarrolló sin baches; durante el segundo, ya sobre el balde de una camioneta, entre saquillos de yute, sandías y cocos, extremamos las fuerzas aferrándonos a los filos, para no ser expulsados a cada irregularidad de la vía terrosa.

¿Festividades o conmemoración?

Son las cosas de esta santa tierra. Uno de los elementos que distinguen a Santa Elena del resto de esta colcha de bregué que es el Ecuador es el recuerdo doble que se hace de los difuntos. Hay una distinguida jerarquía etaria en el más allá que viene de oscuros tiempos de los que nadie posee conciencia, pero que todos respetan. En los territorios que ancestralmente se conocen como Sumpa, se celebra durante dos jornadas completas el Día de Difuntos: el 1 de noviembre corresponde al Día de los Ángeles, el día de los Difuntos Niños; y el 2 es el de Día de los Muertos Grandes.

La cosa funciona así desde hace generaciones. En cada casa inicia en la víspera la preparación de alimentos. Allí están los distintos fiambres macerándose o adquiriendo la sazón debida a la llama lenta; allá, las apetitosas bebidas en las que han tenido factor decisorio las mujeres —se pretende satisfacer el gusto de los que vendrán al día siguiente—. No pueden faltar aquellos hombrecitos fabricados con masa que van al horno para transmutarse en los muñecos de pan, más conocidos como ‘pan de muerto’.

Por supuesto, los convidados de ley son los difuntos de cada hogar.

Cuando se despliegan los alimentos a lo largo de las sencillas mesas, uno tiene la sensación de que los ritos de antigua data y distintas procedencias se han fusionado en uno solo: los europeos cristianos introdujeron sus fechas, que empezaron a celebrarse con ingredientes vernáculos, combinándose con el culto a los muertos que mantenían los aborígenes de Sumpa.

Se aguarda a que sean los pequeños que ya han partido los que vengan y pasen a comer.

Pero son los niños de esta casa y las de las cercanías quienes ingresan cruzando el umbral recién barrido. Sus cánticos se fusionan en un coro de serafines de piel tostada por la furiosa canícula: “Ángeles somos, del cielo venimos, pan pedimos”. Se sientan a la mesa y, a nombre de los ancestros y de esos niños que ya han fallecido, consumen cuanto bocadillo se dispuso antes, sin esconder su contento. No falta el agua ni el dulce de coco.

Ni tampoco las empanadas y otras frituras hechas a base de mariscos. Diríase una casa salpicada por esos sabores tan propios y por el bullicio de los infantes.

Llega indefectiblemente el 2 de noviembre, que agasaja a los Muertos Grandes. Es infalible llegarse hasta el cementerio. Previamente se han adecentado las tumbas, y el recorrido se aleja de lo hierático, de lo ceremonioso. Más bien es un prepararse bien, vestirse ‘mejorcito’ e ir al encuentro con los familiares. Hay rejas que asemejan corrales, pero en lugar de impedir la salida, están allí para no permitir el ingreso de los animales.

La liturgia, más que una hora que se sufre, se convierte en un paso para que empiece un ansiado día de recuerdos. El cura hace mención de la importancia que tiene pensar con respeto la situación de los muertos de cada quien; que eso de que los que han fallecido se han ido para siempre no es tan cierto: se han ido pero encajan en nuestros pechos, como una pieza de ese rompecabezas misterioso que somos los seres humanos. Los cánticos y rezos de la misa se trenzan y, metamorfoseados en una cabuya, se dirigen hacia las nubes. Los niños se desbordan con impaciencia, dejan volar sus miradas hacia los escasos árboles, y colisionan de cuando en vez con la mirada de los otros.

Ahora viene la mejor parte: los mayores, rostros estriados por las arrugas, contemplan el ritual que vieron durante décadas. Hay que recordar a los muertos como cuando, rozagantes y orgullosos de la tierra que pisaban, estaban en su mejor momento, esto es, agasajándose con una comilona que incluya cuantos brindis sean necesarios.

Se suele decir que se suceden atávicamente sobre las mesas los platos y bebidas que preferían los difuntos. Se adereza el cebiche de albacora o de picudo con una especie que aparece en estas tierras, según los registros, desde hace 6.000 años, el ají, de varias clases: desde el ají que se logra con tomate de árbol hasta el indomable y minúsculo ‘gallinazo’, capaz de alojar fuego en el estómago de los habitúes. Los bolones de verde rellenos con camarón seducen igualmente que los que tienen pescado en su interior. Pero hoy es día de fiesta, así que el seco de chivo y de gallina, humeantes y graneados, están a disposición de todos. Aquí parece haberse encapsulado el tiempo: aún se practica el intercambio de sazones, hábito casi inexistente en la gárrula ciudad. Las señoras de cada casa llevan a probar a sus vecinas el resultado de esas alquimias logradas a fuerza de paciencia y carbón de leña. Los potajes van y regresan los platos vacíos. La atmósfera se relativiza y en cuestión de pocas horas el aire se ha solemnizado a fuerza de esos aromas. Hay una cazuela de mariscos que llama desde el barro en el que fue cocinada, igual que el caldo de pata de res. La yuca y el verde asoman, semisumergidos en el sancocho de pescado.

En esta tierra peninsular, que a veces olvida que de aquí provenía la mayor parte del petróleo nacional en la primera mitad del siglo pasado —los volúmenes eran otros, por supuesto—, las familias han dejado en claro que ha sido un día distinto. Uno en el que se ha sentido la cercanía de los muertos, esos vecinos con quienes se comparte la tierra. La tierra de hoy. La tierra de siempre.