Ecuador / Lunes, 29 Septiembre 2025

De cuando nos llamaron ‘Diablada’

Crónica

¡Ya bajan los diablos! ¡Ya vienen los disfrazados! ¡Apuren! En medio de la calma de mediodía de un pueblo andino de páramo, solamente se oía la explosión de silbadores y voladores en el aire y las voces que anunciaban en las casas que en pocos minutos, en las calles del centro de Píllaro, algo distinto ocurriría.

Entre el 1° y 6 de enero, decenas de diablos, guarichas, parejas, capariches y payasos, organizados en ‘partidas’, se tomaban en un acto simbólico el núcleo central de Píllaro.  Pero esta acción colectiva de las ‘partidas’ venidas de las comunidades aledañas —Marcos Espinel, Tunguipamba, Cochaló y Guanguibana, entre otras— no respondía a la organización de comparsas ni desfiles homogeneizados y ordenados, sino a una práctica comunitaria.

Mi papá, Víctor Hugo de la Vega, que creció y vivió en el pueblo, y tiene memoria de la fiesta desde hace más de 60 años, cuenta que el sentido de la práctica era la disputa entre ‘partidas’ por la toma de las calles que configuran el núcleo del parque central, símbolo del poder colonial y blanco-mestizo,  centro religioso y administrativo dentro del ordenamiento urbano de Píllaro. Interesaba a las partidas especialmente ocupar la esquina del Palacio Municipal, relata mi padre: “Lo primordial para ellos era llegar a la esquina del Palacio. La partida que ganaba era la que tenía más chance de disfrutar el baile. Cuando se encontraban en la esquina, los de la partida de Tunguipamba con los de Marcos Espinel, era terrible: se daban con los cabestros (a eso le llamaban las garrotizas). Los que llegaban primero significaba que tenían más poder, es decir, qué diablo era el mejor”.

Los habitantes del pueblo desconocían la hora a la que bajaba cada partida; se sabía solamente que comenzaban a aparecer desde más o menos la una de la tarde. Menos aún entre partidas sabían las horas de salida y de llegada. Había que ser estratégicos para ganar la esquina privilegiada. Tampoco se pedían permisos de uso de espacio público en aquel entonces.

A criterio de Néstor Bonilla, joven antropólogo, gestor cultural y ‘diablo’ pillareño, la fiesta ha tenido siempre un sentido reivindicativo e independiente: “No ha dependido de ningún poder, ni del poder político ni religioso. Es una fiesta nacida desde la gente, para la gente”.

De niña presencié en muchísimas ocasiones esta toma simbólica, sin entenderla. Mi único recuerdo es que los ‘diablos’ me producían miedo: en la mano llevaban un ají que metían en la boca de los descuidados y cargaban animales disecados o vivos con los que asustaban a los asistentes, sobre todo a las mujeres. Sin embargo, mi acercamiento más próximo a la fiesta ocurrió hace 5 años, por intereses profesionales, pero, sobre todo, afectivos y comunitarios. Este momento coincidió con la declaratoria de la fiesta de ‘los diablos’ como Patrimonio Inmaterial del País, por parte del Ministerio de Cultura y Patrimonio.

En esta declaratoria, o más bien patrimonialización, se decidió cambiar la forma de nombrar la fiesta, y en este punto hay que entender que nombrar una práctica cultural viva de parte de voces autorizadas institucionales o académicas es un ejercicio de poder y de negación. Entonces, le pusieron el nombre de ‘Diablada’ a la fiesta, cuando en la memoria social se habla aún de ‘los diablos’, ‘los disfrazados’, ‘los inocentes’.

Desde la patrimonialización, dice Néstor Bonilla, “pasó a ser prioritario el personaje del diablo: todo el mundo quiere bailar de diablo pues ahora se trata de la ‘diablada’. Las parejas de línea, por ejemplo, van perdiendo espacio. Creo que es una estrategia de marketing y venta del personaje del diablo y no un trabajo comprometido con la comunidad”.

De varios momentos de conversación con los ‘cabecillas’ —organizadores de las partidas, los disfrazados y los dinamizadores comunitarios, concluyo que la declaratoria de patrimonio ha traído al pueblo infinidad de turistas que, sin duda, dejan recursos económicos en Píllaro como en ningún otro momento del año.

Incluso, han surgido nuevos artesanos de caretas, pues antes quienes se dedicaban a este oficio lo hacían exclusivamente para el autoconsumo. Ahora las caretas se venden y producen ganancias; así lo relata David Guamán Quishpe, maestro artesano: “Soy músico y antes me dedicaba a la confección de títeres. Esto de las caretas no era tan bueno como es ahora. No era tan conocida la tradición de Píllaro. Antes no se podían vender. Las caretas se hacían solo para nosotros. A mí no me enseñó nadie; solo me enseñaron la vida misma y la necesidad sobre todo”.

También ha habido un enfoque institucional en la difusión de la fiesta a escala nacional; pero, ¿dónde han quedado los esfuerzos por mediar procesos comunitarios desde las necesidades, imaginarios y demandas de las mismas comunidades involucradas? ¿Dónde queda el valor social y simbólico, los sentidos colectivos?

Desde hace varios años me pregunto, ¿para qué y para quién identificar y ‘poner en valor’ estas prácticas, denominándolas patrimoniales?

Ya para la fiesta de 2015, capitales privados han comenzado a intervenir en la organización de la fiesta, afectando a sus dinámicas. De la mano del Municipio de Píllaro se llegaron a proponer ideas como el establecimiento de un ‘diablódromo’ que concentraría en un solo espacio a las partidas, en una suerte de espectáculo.  “Se argumentaba que se iba a ver más bonito como un desfile, con graderíos auspiciados por una reconocida marca de cerveza nacional. Cada partida iba a tener siete minutos para bailar”, cuenta Bonilla. Así, una fiesta cultural comunitaria, a la que ahora se quiere regular, ordenar y hasta ‘estetizar’, deviene casi exclusivamente en un ‘activo económico’ del que hay que extraer un valor que evidentemente se capitaliza fuera del espacio social generador de sentidos.

Si bien la propuesta mencionada no logró concretarse, sí se ubicaron graderíos auspiciados en algunas de las calles por las que transitan las partidas, en los que se cobraban $ 3  por persona para presenciar el ‘espectáculo’ sobre una tarima. Desde ahí, la gente miraba de lejos; desde arriba, la gente aplaudía, pero sin entrar en contacto con los disfrazados, dejando de lado el baile, el juego y el intercambio social.

Pronto, imagino que ocurrirá lo que en algunas procesiones patrimonizalizadas de varias ciudades del mundo: se alquilarán balcones, sillas y hasta espacios de veredas, para ver pasar a los diablos.

A todo esto hay que añadir que este año, por primera vez en la historia de la fiesta, se cercó la calle que pasa por delante de la iglesia del parque central y con apoyo policial se impidió que diablos y disfrazados se tomaran esta calle. En un acto de resistencia, la partida de Guanguibana burló la barrera de seguridad y el 1° de enero bailó, como siempre lo ha hecho, frente a la iglesia. En respuesta, entre el 2 y 6 de enero, la municipalidad utilizó, para impedir el paso, dos volquetas y sogas; así se evitaba que este acto, si se quiere de resistencia, se repitiera. No hubo violencia física, pero sí simbólica. Cuenta mi papá que, desde que él recuerda, “nunca cerraron la iglesia cuando bajaban los diablos. Había misas y dejaban entrar sin problema”. En los últimos 4 o 5 años precedentes, el anterior párroco cerraba el templo durante los días de la fiesta, por considerarla pagana y en honor al diablo. En 2015, la iglesia estuvo abierta, pero la calle estuvo cercada para el paso de las partidas. En el atrio se ubicaron, más bien, tres carpas con venta de artesanías.

El aporte económico que han recibido las comunidades de parte de la municipalidad para la organización de la fiesta, a raíz de la declaratoria de patrimonio, es el pago de la banda que acompaña a las partidas durante los seis días en todo el proceso: desde el encuentro de los disfrazados en la casa del cabecilla, el descenso al centro de Píllaro, la toma de las calles, el descanso y el regreso a la comunidad. Para Néstor Bonilla, este aporte se entiende como una estrategia de control y poder en la toma de decisiones. De esta manera, por temor a perder este aporte, algunos ‘cabecillas’ han preferido guardar silencio y no pronunciarse ante decisiones que afectan a la fiesta. 

Las políticas de reconocimiento resultan problemáticas. Amparadas en derechos culturales y estrategias de ‘valoración’ y supuesta ‘revitalización’, suelen descuidar los otros sentidos existentes, que se construyen y recrean en la memoria viva comunitaria. En esos sentidos se abren posibilidades de movilizar y agenciar desde y con las bases sociales.

Todo esto parte de la comprensión de que hay otras formas de entender la organización de lo cultural, su ‘gestión’ y la economía de la cultura. Antes de que el Municipio del cantón aportara para el pago de la banda, la comunidad se autorganizaba. Cuenta Luis Álvarez, cabecilla de la partida de Guanguibana: “En ese tiempo sabíamos cobrar dos sucres por persona para que bailen de diablos. Vuelta lo que faltaba para la banda, fiábamos unos veinte o cuarenta sucres. Nosotros salíamos perdiendo bastante, pero era el gusto de bailar, de tener en la casa la banda, los disfrazados. Para los ensayos me voy a ver por La Merced a los músicos de violín y guitarra. Ellos cobran y yo pago. He sido bien aficionado a la fiesta, por eso pago sin problema. Plata nomás es”.

En este pensamiento hay una reflexión que va más allá de las pérdidas y ganancias económicas, de comprender o de buscar potenciar a la fiesta como un recurso económico. Está latente un prestigio social, la importancia de establecer espacios de encuentro y de lazos sociales.

La banda no tiene y desconoce el uso de  facturas que ahora se les pide para desembolsar el aporte municipal; para el cabecilla y los miembros de la banda importa el valor de la palabra y el compromiso adquirido. 

Resulta fundamental promover la discusión sobre lo patrimonializado a partir de estas reflexiones. ‘Los diablos’ van perdiendo espacio en lo social y comunitario y se desplazan poco a poco a otras esferas de producción de valor, que hay que problematizar urgentemente.